lunes, 10 de enero de 2011

El hombre de la máscara religiosa

           No me gusta caer en polémica con nadie, o por lo menos no con la gente que goza de mi afecto, es por ello que trato en la medida de lo posible no tocar temas como la política o religión, debido a las muchas diferencias que saldrán a relucir, pero, en esta oportunidad no puedo contener una inquietud que tengo en la parte espiritual, la cual pretendo exponer ampliamente en este artículo, esperando no ofender las creencias de ninguno de los que me leen, ya que respeto las formas en que cada quien vive su fe.
            El punto es que me cuesta entender (o creer) a esas personas que luego de toda una vida perteneciendo a una religión en particular, drástica y rápidamente pasan a formar parte de otra (se vuelven hasta fanáticos), lo que a mi parecer es equivalente a volver a nacer (o falta de personalidad y seguridad en su propia fe).  Pero, no es precisamente hablar del cambio de religión en sí el objetivo de esta pieza, sino lo que trae consigo, específicamente que luego de hacerlo, algunos pasan a ser personas arrogantes viéndose a sí mismos como poseedores de la verdad absoluta (como se ven todas en realidad), y los demás pasamos a ser (para ellos) una banda de locos que viven en el pecado (¿y quién no lo es?), olvidándose (y creyendo que los demás también olvidan) quiénes fueron y qué hicieron antes de su “redescubrimiento”.
             Mi interés por conocer los motivos que llevan a un ser humano a dejar atrás todas sus supuestas creencias y adoptar unas nuevas aumentó cuando me enteré que mi progenitor (lo siento, me resulta físicamente imposible llamarlo padre), pertenece ahora a la iglesia evangélica, lo cual me hizo tener una reacción fraccionada en diversas etapas, la primera fue reírme a más no poder (ya sabrán porqué), luego me llené de incredulidad (es la persona menos espiritual que conozco), lo que llegó a confundirme (aunque no más de lo que evidentemente está él), para finalizar con la fase en la que me encuentro en este momento que es de absoluta indignación.
            No quiero que crean que soy una persona excesivamente suspicaz o con tan poca fe en el ser humano (por más difícil que me resulte, sí me queda algo), que no pueda entender la capacidad de cambio inmersa en un individuo, y mucho menos que piensen que no respeto dicha religión (ni más faltaba), sin embargo, no creo que alguien pueda realmente alcanzar paz y tranquilidad por sólo aprender a leer salmos, sin que sus acciones vayan acorde a lo que predica, o haciendo como que si nada de las cosas malas que hizo han ocurrido, pensando quizás que con pedirle perdón a Dios basta, así no hagas nada para resarcir de alguna manera a los que realmente heriste, no en vano dicen por ahí que el cielo y el infierno están aquí mismo en la Tierra.
            Me ofusca el hecho de que alguien que vivió una relación adúltera con otra adúltera igual que él, echando al traste más de dos décadas de matrimonio (por la iglesia católica; eso quiere decir, que incluso, ya estaba confirmado), donde como fruto tuvo dos hijos quienes apegados a una buena crianza no hicieron otra cosa que estudiar y trabajar, alejados de cualquier vicio, que además se han destacado en todo a lo que se dedican,  gracias a la alergia que les produce la mediocridad, (de hecho sus logros son más conocidos por extraños que por él); los haya dejado a un lado para velar por las hijas de otro hombre que quizás no le darán las mismas satisfacciones, o que, al ellas fallar,  no tendrá el derecho a reclamar porque lo primero que le recordarán es que “tú no eres mi papá”.
            Alguien que no sabe si sus verdaderos hijos se han enfermado, graduado, deprimido, triunfado, fracasado y hasta necesitado, o cualquier otra experiencia que les ha guardado la vida como a cualquier otro individuo, en fin, un padre que no forma parte de la vida de sus hijos, y no por obligación sino por elección, pero que no tiene reparo en quitarse esa responsabilidad (o moral) al decir una y otra vez “yo no tengo niños chiquitos”, lo cual me hace preguntarme si para un hombre realmente es posible divorciarse de sus hijos. O peor aún afirmar sin ninguna vergüenza que son ellos quienes tienen “el deber”  de buscarlo, si, aunque haya sido él quien decidió partir (lo sé, no tiene lógica).
            Ignoro (aunque me tomé mi tiempo para investigar), las bases o preceptos en los que se sostiene la iglesia evangélica, pero dudo mucho que un señor así sea un miembro honorario. Una persona con evidente carencia de personalidad, de hecho no puedo olvidar su etapa “santera” cuando comenzó a vestirse de blanco, sacrificar gallinas y adorar piezas de barro con ojos hechos con caracoles, que de no ser por su inminente calvicie podría pensar que pronto lo veré con dreadlocks asegurando que ahora es “rasta” y vive por “Jah Rastafarie”.
            Por otra parte, no es tan sorprendente cuando en las calles encontramos esa oleada de gente donde hay hasta “ex delincuentes” (de hecho cuentan cuáles han sido sus muchos delitos); que profesan en el transporte público su renovada (o estrenada) espiritualidad, afirmando que gracias a “su encuentro con el señor” hoy en día son hombres de bien. Bien por ellos, no obstante, no puedo evitar preguntarme qué pensarán de eso sus víctimas, al mismo tiempo, que ¿por pertenecer a un culto en particular borra automáticamente todas las faltas cometidas?, ¿no es necesario un cambio integral que no sólo incluya un reencuentro con tu yo espiritual sino también con aquellos a los que fallaste?. No conforme con ese cambio repentino, que de alguna manera me parece una contradicción de lo que en esencia son, he podido notar que cuando hacen esa “reconversión”, pasan a ser los demás los que viven equivocados y son sólo ellos los buenos de la partida, quizás hasta las víctimas.
            Puedo hasta ignorar el hecho de que una persona que luego de cincuenta años viviendo bajo una religión salte de una fe a otra como si nada, haciendo borrón y cuenta nueva en su cabeza, sin embargo, es algo hipócrita y hasta egoísta asumir un cambio espiritual sólo para sentirse mejor consigo mismo, para quitarle peso a los cargos de conciencia que llevan a cuestas, y no para mejorar y redimir las relaciones que deterioraron por esa misma egolatría que los ha caracterizado. Podrán manipular y dejarse manipular por los demás, podrán manipular su mente, podrán manipular su fe, pero jamás podrán manipular a Dios, ni mucho menos la memoria y el recuerdo de a quienes en algún momento hicieron daño, quizás ese sea su peor y más grande castigo.

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